Todo lo que podía
hacer era correr y gritar, construir y deshacerlo todo de repente. Nunca nadie
entendió sus métodos, porque su vida era un misterio hasta para él mismo. Vivía
en una caja de rompecabezas pero no era una pieza, siempre buscaba en su mundo razones
para intentar. “Estás acabado” escuchó y sólo entonces pensó en que su vida
había sido un desperdicio mayor al que había imaginado, más amaba a alguien por
todo lo que era, por su historia, por su ser. Y amaba en secreto, desconocía si
alguien sabía de su gran amor, pero sin importar nada ¡amaba sin medida!, y
entregaba sus horas y sus sueños a un recuerdo afable de unos cuantos besos que
le ataron el alma a la resignación.
Y mientras en una
tarde otoñal los dientes de león volaban a la deriva, las arrugas de su frente
se combinaban con el llanto en sus mejillas, con la impotencia de sus brazos y
con sus labios partidos de esa sed interminable de certeza por el bienestar.
Pronto el
anaranjado día se fue desvaneciendo y recordaba una y otra vez esa sonrisa de
la que también se enamoró, y pensaba en que esa había sido una de las pocas
fortunas de su existencia. Por eso conservaba en un libro viejo, una foto de
aquella persona a la que amaba; en la que aparecían sonriendo los dos. Sólo por
tener algo que tomar en sus manos y no sólo imágenes almacenadas en su memoria,
imágenes a veces recreadas, a veces imaginadas.
Y nuestro
solitario personaje descubrió un día que no tenía más remedio que desistir de
que su amor fuera correspondido, y entonces sintió un amargo sabor; pero
también sintió que podía amar libremente sin el afán de hacerlo de un modo u
otro, sin demostrarle al mundo su desmesurada pasión. Con un cigarrillo en la
mano dejó de correr y no sentía deseos de gritar y con mucha paciencia se fue
caminando sabiendo que nunca podría ser para su gran amor eso que él era en su
vida.
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